Aquí tenemos una foto de este
agosto en la maravillosa galería de los espejos del Palacio de Versalles. Se
dice mucho aquello de que una imagen vale más que mil palabras, pero yo
insistiré, en este caso particular, en la limitación de sus poderes evocadores.
El bloqueo del resto de los sentidos en este momento merma la capacidad de
comprender con profundidad este instante.
Por eso, situémonos. Imaginemos el
perfume embriagador de una masa de gente que ha esperado dos horas bajo un sol
despiadado para poder entrar al emblemático palacio. Todos juntos, bien
apretaditos en los escasos metros cuadrados que le tocan a cada individuo. Escasas
ventanas están abiertas porque con la corriente las lámparas se bambolean y
amenazan con romper sus cristales sobre las hermosas cabezas de los visitantes.
Y nos falta algo fundamental, el delicado sentido del oído que dista ya de las
melodías que antaño aquí resonaron en los bailes reales. La gente, impactada
ante tan magnífica visión, se acelera y grita emocionada, busca el ángulo para
hacer la foto perfecta o graba con sus modernas cámaras de vídeo hasta el
último centímetro del espacio. Los niños se aburren, gritan, quieren agua,
quieren pis y, sobretodo, están cansados.
Y yo... Yo también estoy cansada. Y lo curioso del asunto es que lo peor está aún por llegar porque todo el mundo que ahora avanza por la gran sala tendrá que pasar por estrechos corredores que con toda probabilidad están ya embotellados y resultan a todas luces impenetrables. Y
llega el momento de las preguntas de difícil respuesta: ¿Por qué la gente paga 18€
por persona para tener tamaña experiencia? ¿Por qué dejan que la gente espere
dos horas a pleno sol en verano? ¿Por qué no limitan el número de personas que
pueden entrar? ¿Por qué los escalones de mármol están tan desgastados que
apenas existen ya? ¿Por qué? ¡Oh! ¿Por qué? Je ne comprends pas.
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